La música nos sirve tantas veces de catalizador en nuestra vida que debería ser tenida mucho más en cuenta en los tratamientos recomendados a hipocondríacos y espartanos, que son, al parecer, los que conformamos el mundo. Sería medicina aplicada sin necesidad de contrastes científicos, pero tal vez, encontrando la melodía adecuada encontráramos respuestas.
La música nos emociona, nos conmueve, nos agita y lo que es más importante, en algunas ocasiones y dependiendo de lo que escuchemos, provoca movimiento en quien la escucha. Es ahí donde se completa el ciclo perfecto que se inició con un artista, que plasmó en una pieza maestra o en una simple cancioncilla algo de su interior y que a través de cualquier soporte llega a un receptor, en este caso nosotros, que por otros motivos totalmente diferentes nos sentimos conectados a la misma. En esa mágica unión está muchas veces el motor de nuestras acciones. ¿Quién no ha querido abrazar escuchando esa canción? ¿Quién no se ha dejado llevar por esa energía que fluye incontrolada desde el interior con esa otra canción y se ha atrevido a mostrarse de par en par? ¿Quién no ha puesto nombre, apellidos e incluso imágenes a cientos de canciones y ha conformado así otra agenda personal emocional? ¿Quién no se ha sentido pleno gritando y dando vueltas bailando con aquélla canción?
Y son momentos, ¿sólo momentos? Tal vez. Pero todo se inicia en un momento cualquiera. Todo. La vida, el amor, un plato de comida, una carrera, una llamada, un beso, una despedida, una carta, un libro, un viaje, etc.
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